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Historias

El arte del fin del mundo

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El arte invoca a la salvación; o simplemente retrata a la peste. Los artistas que narran el fin de mundo tienen la necesidad de exaltar el desenlace de los humanos con la dignidad de los músicos del Titanic que tocaron sus instrumentos hasta el último instante. Narrar un hipotético y caótico estado social, como lo hace José Saramago con su particular peste de la ceguera o García Márquez con las tantas y diversas epidemias macondianas (superadas por la cuarentena y la paciencia del tiempo), más que un acto de morbosa especulación sobre los riesgos de nuestras formas de vida, es un canto de llamado a la unidad. Este es un recorrido visual por las obras de arte y literarias más devastadoras de todos los tiempos.
En las artes plásticas, el tema religioso de una figura salvadora, la cual extiende su aura de protección a los desamparados y agonizantes, aparece en pinturas como San Sebastián intercede en una epidemia de peste (1499), de Josee Lieferinxe; San Genaro libera a Napolés de la peste (1499), de Luca Giordano; o en San Roque entre las víctimas de la peste y la Virgen en la gloria (1575), de Jacopo Bassano, en la Venecia azotada por pestes y epidemias. En estas magistrales pinturas asistimos a la entrega devota de un personaje cuyo tacto invierte la lógica del contagio y emana una luz sanadora para los adoloridos y desesperados.
La peste de Atenas, de Michael Sweerts.
El salvador que brinda consuelo ante la afrenta del ángel exterminador reaparece en San Roque y los apestados (1549), de Tintoretto. En Santa Tecla libera a la ciudad de la peste (1759), de Giovanni Batista Tiepolo, una vez más emerge –para los pobres venecianos acosados por la peste bubónica de 1630– la esperanza de la salvación por la vía divina, encarnada en una de las primeras mártires de la cristiandad.
En La plaza de mercado de Napolés durante la peste (1657), Domenico Gargiulo nos arroja a un impresionante registro pictórico de un infierno donde la supervivencia y su búsqueda ya resultan absurdas. Como consecuencia de la enfermedad ha desaparecido por completo la dignidad humana. Un cielo esperanzador es lo único que aguarda a los pseudohumanos que ya están por perecer. Aquí, Gargiulo evoca, apenas un año después, una de las varias pestes que acosaron esta ciudad, vulnerable por su posición y su actividad marítima. La imagen allí plasmada se debe contener a toda costa en su frágil marco y evitar que se repita (como ahora). 
El triunfo de la Muerte (1562), del gran Brueghel –que pueden ver en detalle en la página del Museo del Prado–, es una de las imágenes más icónicas de todos los tiempos, captura una secuencia irrepetible en otra forma de arte, debido a que capta simultáneamente la magnitud de los inagotables ataques de un ejército de esqueletos comandado por la parca. Este prodigioso óleo sobre tabla, influenciado por el Bosco, revoca sin compasión ni reparo el tema medieval de la Danza macabra y también la sentencia del libro bíblico del Apocalipsis: “Y he aquí que apareció un caballo rojizo, cuyo jinete se llamaba Muerte, le fue dado poder sobre la cuarta parte de la tierra para matar con la espada, con el hambre, con la peste y con las ferias de la tierra”.
En medio de mecánicos y precisos relojes, la Muerte cabalga un caballo rojizo y sus secuaces conducen a los agónicos humanos hacia el gran ataúd final. Algunos resisten, otros se han rendido desde hace tiempo. Mucha atención a la pareja del costado inferior derecho, ajena al terror, elegantemente ataviada, protegida, según ellos, por el amor, la música y la lectura de seguro de un soneto.
El triunfo de la muerte, de Brueghel
No cura nada este milagro pictórico, ni mucho menos repara nuestras febriles conciencias actuales, pero su contemplación implica aceptar que la humanidad habita también en el dolor. Allí donde nos desnudamos lanzados por completo al abismo de la vulnerabilidad, donde la conciencia se apaga, habita el centro de nuestro ser.
La función mágica y esencial de las artes miméticas, la captura de un instante único que contiene a todos los instantes posibles –la paradoja de la inversión de la representación: un espejo diminuto puede contener todo el universo–, se demuestra en esta obra maestra.
Otra pintura que merece ser visitada es La peste de Atenas (1654), de Michael Sweerts (nacido en Bruselas), un viaje en el tiempo que nos lleva a la bella ciudad del esplendor occidental, la cual sufrió en el año 430 a. C una asolada epidemial que llegó de Egipto y Libia, originaria probablemente de Etiopía, en el segundo año de la Guerra del Peloponeso (se estima que murieron unas 300.000 personas). El historiador Tucídides narró en detalle la virulenta plaga que asoló a la magnífica ciudad helénica: “En general, el individuo se veía preso de los siguientes síntomas: sentía en primer lugar violento dolor de cabeza; los ojos se vivían rojos e inflamados; la lengua y la faringe asumían aspecto sanguinolento; la respiración se tornaba irregular y el aliento fétido. Se seguían espiros y ronquidos. Poco después el dolor se localizaba en el pecho, acompañándose de tos violenta; cuando atacaba al estómago, provocaba náuseas y vómitos con regurgitación de bilis. La mayor parte moría al cabo de siete a nueve días consumidos por el fuego interior”.
La víctima más ilustre de esta impertinente peste que llevó la guerra vigente a un punto álgido fue Pericles, el estupendo mecenas del esplendor artístico de la antigua Grecia, el “olímpico” llamado a la inmortalidad, pero cuya coraza de líder bélico, ni de mandatario, pudo protegerle. Al parecer, el apenas naciente siglo XXI nos hizo creer por unos años que las epidemias eran cosa del pasado; esta imagen de cuerpos desnudos sometidos por la locura y el absurdo de un enemigo invisible nos recuerda que no existe civilización ni cultura que no pueda ser franqueada y puesta a prueba por una enfermedad.
Un famoso líder se hizo pintar asistiendo a sus soldados, inmune a la plaga que a ellos ha conducido a la cama mortuoria, es la escena de Napoleón visitando a los apestados de Jaffa (1804), de Antoine Jean Gros. Testimonio de la mezcla letal de guerra y peste bubónica, pero también evidencia de la odiosa autopromoción del emblemático militar.
Napoleón visita a los apestados de Jaffa, de Antoine Jean Gros
Las pestes representadas, donde apenas reaparecen los agentes transmisores reales de fondo (ratas y pulgas), como en La peste acaba con una víctima, parte del Códice medieval Stiny o aquellos grabados que reclaman al espectador la comprensión de cómo la naturaleza se vuelca en nuestra contra y cómo todo lo que define a los humanos –hasta ese punto dramático considerado la especie central y más importante– sucumbe y cae precipitadamente para perecer y no queda más remedio que entrar en la muerte con el “orgullo del espíritu”, como lo señalan los textos cristianos del Arte de morir del siglo XIV.
El debate entre el buen morir o la entrega a la muerte, el castigo divino o la afrenta del destino, el gozo o el sufrimiento, pasará de los textos religiosos y llegará hasta la música de Mozart y Verdi, donde sus composiciones exaltan la vibración de la llegada del inminente final. Claro, todas estas obras también dan testimonio de que los supervivientes siempre emergen renovados del desastre, eso también hace parte del resplandor del arte y, por supuesto, de nuestra historia evolutiva.
La nave de los locos (1504), elucubrada por la demencial fábrica mental del Bosco, donde los enfermos son arrojados a la deriva, temidos y rechazados, obra conectada con El elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam, donde la “estulticia” nos salva de la tiranía de la realidad, nos ofrece metáforas inversas de la evasión frente al desastre. Deambular a la distancia, mientras la enfermedad avanza; expulsados de la civilización que afuera perece, ahora, justo hoy, en nuestras casas convertidas en naves aisladas, donde nos llega el rumor de la enfermedad.
En la obra El hospital de los apestados (1800), de Goya, el tenue color de los gestos agónicos, los ropajes agotados, el aura macilenta de la enfermedad se entremezclan aislados, despojados de civilización alguna, y así demuestran que la pintura es el arte más poderoso para transmitir la sensación del olor y del dolor físico.
El hospital de los apestados, de Goya.
Reconocer los nombres de grandes artistas en las listas de los fallecidos durante las epidemias, tal como sucede hoy ante la noticia de celebridades contagiadas por el coronavirus, nos estremece al develar que el genio y la fama son apenas auras perentorias, inútiles a la hora de refrenar tales calamidades. Fue Alexandre Jean Baptiste Hesse quien, en 1832, exaltó en su lienzo a uno de los grandes maestros renacentistas en Homenaje a Tiziano, muerto en Venecia durante la peste de 1576. A través de esta imagen lloramos a todos los grandes, cuyo legado y obra sí les convierte en inmortales.
En relación con la catastrófica gripe española de 1918-1919, favorecida letalmente por la Primera Guerra Mundial, el famoso Edvard Munch hizo un autorretrato que da cuenta de su supervivencia y dolorosa convalecencia. El pintor Gustave Klimt, el poeta Guillaume Apollinaire y el dramaturgo Edmond Rostand, autor de Cyrano de Bergerac, por el contrario, fueron otras de sus tantas víctimas.
Historias del fin del mundo
El tema de la peste en la literatura atraviesa las letras medievales y desemboca en La danza general de la Muerte, texto castellano de principios del siglo XV. Seiscientos versos donde la nobleza, el clero y el pueblo son invitados a entrar en el baile final. El ya mencionado tema del Buen morir siempre reclama su lugar, el Memento mori que se acepta bajo el rito desenfadado de la fiesta, donde ya no importan las ratas circundantes ni nada (estremecedora imagen captada por Herzog en su personal película Nosferatu, de 1979). Este tópico atraviesa la literatura y aparece en el libro de libros, Don Quijote, en el capítulo XI de la segunda parte, donde la célebre pareja se encuentra con unos cómicos que representan Las cortes de la muerte, un auto sacramental de Lope de Vega.
La evasión y entrega al placer ya aparecía en una de las obras esenciales de la literatura, uno de los primeros libros de cuentos, de forma narrativa percibida como moderna, conocida como El Decamerón (publicado en 1351) de Giovanni Boccaccio. Un grupo de jóvenes (siete mujeres y tres hombres), agobiados ante la inminente avanzada de la peste negra florentina de 1348, se refugia en una villa rural para contarse, unos a otros, historias de un mundo que alguna vez fue y que tal vez ya no será. Los protagonistas, tal vez conscientes de que la muerte llegará tarde o temprano, escapan para experimentar el placer a través de vidas imaginarias.
La plaza de mercado de Nápoles durante la peste, de Domenico Gargiulo
Se suele recurrir a este juego propuesto por su italiano creador como metáfora del sentido de negar el caos de la realidad y entregarse a la contemplación del arte como única posibilidad humana. Aquí encontramos el llamado a la lectura de mundos vanos y efímeros presos en los libros. Las diez jornadas del libro, con sus cien historias picarescas, eróticas, esperanzadas, desencantadas, atrapadas entre lo humano y lo divino, además de recrear las pugnas del decadente mundo medieval, con sus diversas voces nos llaman a sumergirnos en el refugio más absurdo posible: el de la ficción, el de la evasión por excelencia de la realidad: contar historias.
Boccaccio, testigo directo de la llamada peste bubónica o peste negra, en el prólogo de su magna obra nos recuerda un infierno donde los humanos huyen o se entregan a la muerte, donde se celebran fiestas que ante el desespero ignoran la enfermedad o quemas y absurdas barreras para refrenar la avanzada de la enfermedad. Todos los relatos que componen el libro nos llaman a “meter al diablo en el infierno”, ya sea a través de la entrega total al placer sensual o por medio de la negación y la abstinencia del cuerpo.
En su vejez, Boccaccio renegó arrepentido de su obra maestra, pero son sus palabras de introducción las que en tiempos de virus recordamos como aliento: “Así como el final de la alegría suele ser el dolor, las miserias se terminan con el gozo que las sigue”. J. W. Waterhouse pintó a los jóvenes narradores, bellamente ataviados, embelesados en sus historias.
‘Vendrá la muerte y tendrá tus ojos’
Como en aquel poema del poeta suicida Cesare Pavese, en algunos relatos la muerte que imaginamos llega bajo formas estupendas o como simple y banal espejo. En La muerte de la máscara roja (1842), del genial Edgar Allan Poe, Próspero, un poderoso príncipe encerrado en una lujosa abadía junto a sus amigos de la nobleza, se entrega a un vanidoso hedonismo que reniega y desconoce la avanzada de una cruenta enfermedad que azota su ciudad. Las personas sangran y enfrentan dolorosas agonías que, por fortuna, desembocan muy rápido en el fallecimiento. Convencido de haber vencido a la muerte, el déspota y vanidoso Próspero realiza un baile de máscaras, con una majestuosa puesta en escena de habitaciones coloridas que desafían a los asistentes a realizar una danza macabra. Un inesperado invitado ataviado con el color de la sangre llega para reclamar lo inevitable.
Además de describir los efectos de epidemias provocadoras de efectos y agonías en extremo dolorosas (como, por ejemplo, el ébola), con este relato Poe nos recuerda cómo la muerte hermana a todos los humanos y cómo los poderes sociales son absurdos al final de cuentas. Si algún poeta supo de la convivencia cercana con la enfermedad ese fue Poe; su madre murió tras su nacimiento, su joven esposa pereció como consecuencia de la también expansiva tuberculosis. Pareciera que el jinete de la guadaña se empeñó en alcanzarle mucho más que a otros humanos. Finalmente lo encontró, pero en medio de un delirio en el que creyó entrar en el mundo de sus personajes. Tal vez Poe la venció y su alma inmortal yace errabunda y revive cada vez que alguien toma absenta o lee cualquiera de sus perfectas obras.
En La peste escarlata (1912), el memorable Jack London, además de estremecernos con la descripción de los dolorosos síntomas de la erupción propia de la enfermedad que cubre el rostro y el cuerpo “como un reguero de pólvora”, ya nos advertía de una pandemia en el año 2013, una que asolaría a la civilización por completo. Pasados sesenta años de la hecatombe, un viejo, alguna vez joven profesor, intenta que sus nietos que viven en un estado de salvajismo recobren la extinta humanidad, esa que subyace en el lenguaje, en la poesía, en la contemplación, en la mirada.
Esta crónica hace parte de la edición especial de DONJUAN sobre el Covid-19 que circula desde el 26 de marzo.
En Guerra mundial Z (2009), de Max Brooks, en un escenario contemporáneo (con adaptación cinematográfica), una epidemia zombi desata una trepidante épica donde el mundo se convierte exponencialmente en un escenario bélico. Los humanos enfrentan una epidemia viral que avanza buscando organismos sanos para colonizar. Solo la inteligencia y la capacidad de anticipar el siguiente paso del enemigo puede guiar nuestro combate y garantizar nuestra supervivencia. Cómo duele hoy evocar esta novela tan reciente, considerada menor o simple ciencia ficción de segunda; en sus páginas estaban ya todos los titulares que hoy nos embargan y la clara advertencia que de tener líderes obtusos e ineptos, no hay conocimiento científico ni lucha que valga. Debimos leerla con mayor atención (el presidente de Francia parece que sí la leyó).
Brooks también es el autor de Guía de la supervivencia zombi, un libro en apariencia paródico, presentado como un manual práctico para un mundo imposible de ser, uno que hasta hace poco nos provocaba risa, como tantas cosas que ahora se nos atragantan al intuir su cercanía real. Cuando le preguntaron a Brooks qué pasaría si su libro se tornara real, respondió: “Van a morir más personas por culpa de los humanos que por culpa de los zombis”.
No sobra recordar que en La guerra de los mundos, de H. G. Wells, son nuestros virus quienes nos salvan y eliminan a los invasores extraterrestres.
En La peste (1947), de Albert Camus (un libro que en Colombia curiosamente se solía leer en secundaria y de seguro está muy presente hoy en la conciencia de quienes hicieron la tarea), la vida como la conocíamos ha cambiado para siempre. Los amantes que se han separado en un mundo aún estable nunca se reencontrarán; las flores que ayer ignoramos serán el sueño del futuro. Los individuos buscarán su preservación pasando unos encima de otros. Un hombre, uno solo, podría hacer la diferencia al elevarse entre la masa y extender la mano al que la necesita. Solo así empieza la posibilidad de volver a empezar. Camus, ese gran arquero de fútbol al que imaginamos siempre lánguido, nos revela con contundencia lo que precede al caos, atento a cómo la felicidad pareciera siempre una trampa del destino que solo anticipa un mañana oscuro:
“Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”.
Todo lo que se diga sobre El diario del año de la peste (1722), de Daniel Dafoe, se queda corto ante su magnitud literaria y su poder simbólico. El autor ficcionaliza la plaga que asoló Londres entre 1664 y 1666, para arrojarnos una crónica despiadada, detallada, incluso estadística del momento a momento de la avanzada epidemial y sus estragos. Tal vez se trata de la mejor novela de no-ficción de todos los tiempos; esa mezcla de indagación cronística, de equilibrio perfecto entre veracidad y verosimilitud, de precisión objetiva, pero a la vez de introspección subjetiva.
La negación, el escepticismo, las teorías conspiranóicas, las acciones ridículas (o tal vez no) para evitar ser contagiado, la vida privada modificada, las pasiones convertidas en vanas ilusiones, los buenos seres humanos convertidos en villanos de sí mismos, los seres comunes deviniendo héroes, son algunos de los tópicos que destellan en esta obra maestra de la honestidad del dolor y la esperanza en una especie tan lejana de la perfección como la nuestra. En un apartado del libro, los amantes se preparan para separarse cuando aún no ha llegado lo peor, y aun sin saber el horror que vendrá intuyen en el aire el drama que se avecina. Y entonces, dicen que tendrán que volver a empezar.
El doctor Rieux, el héroe incondicional de la novela, señala: “Es una idea que puede provocar risa, pero la única manera de luchar contra la peste es la honestidad”.
San Roque entre las víctimas de peste, de Jacopo da Ponte Bassano
En La carretera (2006), de Cormac McCarthy, asistimos a la conmovedora escena de un padre que sostiene la mano de su hijo en un mundo devastado hace ya tiempo, en su fase final probablemente. No hay esperanza alguna, se vive solo en el ahora. Los recuerdos de un mundo mejor son incluso molestos, pues nada volverá a ser como antes. Solo queda avanzar, proseguir como animales salvajes en busca de alimento. Nomadismo de supervivencia en medio del silencio. Cada nuevo hallazgo de una hogaza de pan, de vino, provocan un breve destello de felicidad, otro sentimiento que ya ni siquiera se reconoce. Morimos no por la peste o lo que sea que haya destruido el mundo, sino por la pérdida de emociones.
—Tenemos que apartarnos de la carretera.
—¿Por qué, papá?
—Alguien viene.
—¿Los malos?
—Sí. Eso me temo.
—Podrían ser buenos, ¿no?
—No —respondió. Miró al cielo por la fuerza de la costumbre pero no había nada que ver allí.
—¿Qué vamos a hacer, papá?
—Nos marchamos.
En otras importantes obras literarias la peste y sus variables depredadoras avanzan como telones de fondo para, al final, alcanzar a sus protagonistas, que alienados en su historia decidieron ignorar que el drama verdadero no es aquel que aqueja de forma íntima, sino a la humanidad. Los octogenarios amantes de El amor en los tiempos del cólera (1985), de Gabriel García Márquez, el viejo mirón esteta de La muerte en Venecia (1912), de Thomas Mann, enfrentan su final atrapados en su coraza personal, en su destino cerrado al gran teatro del mundo. La peste cubre su cielo tan deseado, todo oscurece y, a pesar del júbilo de los enamorados y de la contemplación de la belleza, cierra el telón.
En El amor es ciego (1949), un cuento de Boris Vian, una densa niebla hace imposible que los humanos se vean entre sí; otros sentidos como el tacto se vuelven primordiales para buscar lo bello y lo deseable. Se reinventa el concepto de belleza y ese llamado amor llena los corazones de los habitantes. Cuando la niebla se desvanece, los hasta ese momento felices ciudadanos prefieren sacar sus ojos.
No siempre la lectura del final le apuesta a la unidad como salvación. En La niebla (1980), un relato de Stephen King, la bruma que oculta monstruos invasores de una dimensión alterna pone a prueba los rezagos de empatía. Los fanatismos arrasan todo principio de realidad, los grupos justifican todo acto violento; los individuos, donde aún se resguarda la humanidad y la piedad son mancillados, expulsados, condenados al exilio. Un cuento del colombiano René Rebétez, titulado magistralmente La nueva prehistoria, imagina una mutación que reúne los cuerpos de los humanos y los transforma en gusanos con miles de brazos y piernas, superorganismos que rápidamente aniquilan al individuo, ese que renegaba de la masificación, del individuo amontonado, de las filas, de la idiotez de la multitud, ese bello neurótico capaz de amar la soledad, ahora obsoleto ante la nueva biología predominante.
Escritores, poetas, pintores, músicos, cineastas han representado el fin de su mundo o el del futuro, han imaginado el infierno o el paraíso de los finales. Puede horrorizarnos pensar en el desastre final, pero también puede explorarse como una dimensión única del ser humano, quien puede contemplar con inquietud el final de su especie o replantearse su habitual narcisismo e ingenuidad ante la mortalidad. También existen obras que no buscan ampararnos sino recordarnos la brevedad de la vida, como este poema de Quevedo:
¡Ah de la vida!...
¿Nadie me responde?
¡Aquí de los antaños que he vivido!
La Fortuna mis tiempos ha mordido;
las Horas mi locura las esconde.
¡Que sin poder saber cómo ni adónde
la Salud y la Edad se hayan huido!
Falta la vida, asiste lo vivido,
y no hay calamidad que no me ronde.
Ayer se fue; Mañana no ha llegado;
Hoy se está yendo sin parar un punto:
Soy un fue, y un será, y un es cansado.
En el Hoy y Mañana y Ayer, junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.
Estos escenarios ilusorios, tantas veces visitados por George Romero con sus películas de zombis, temores que por estos días se han virtualizado como muy posibles, pueden hacernos maldecir hasta el último instante nuestra fragilidad y sucumbir al resentimiento de nuestra impotencia, pero también pueden hacernos respirar por fin al comprender que nuestra especie no se limita a un “sistema de vida”, que lo humano estuvo y estará más allá de una pretendida “comodidad”, muy por encima de fronteras ideológicas o de cualquier sistema de diferenciación social excluyente. Así nos lo recuerda el cuento Sufi de Nasrudín y la peste:
Iba la Peste camino a Bagdad cuando se encontró con Nasrudín. Este le preguntó:
—¿Adónde vas?
—A Bagdad —le contestó la Peste– a matar a diez mil personas.
Después de un tiempo, la Peste volvió a encontrarse con Nasrudín. Muy enojado, el mullah le reclamó:
— Me mentiste. Aseguraste que matarías a diez mil personas y mataste a cien mil.
—Yo no mentí —le respondió la Peste—, maté a diez mil. El resto se murió de miedo.
Las obras de arte que dan testimonio de la peste y su devastador poder, disimiles en muchos sentidos, guardan un elemento en común: nos señalan que en el límite, al borde, al final de todo, los bellos y tristes ojos de los humanos brillan con el esplendor del nacimiento de un universo, tal vez porque han comprendido que la vida y la muerte tienen por fin sentido cuando se encuentran. Eso sí, no olvidemos nunca la lección de El flautista de Hamelin, recuperado por los hermanos Grimm, también hecho poema por Robert Browning, de que cuando todo pase y el virus se marche, mantengamos nuestra gratitud con aquellos que nos ayudaron a sobrellevar este nuevo drama y recordemos (tal vez con un abrazo distante) a quienes hicieron posible que nos libráramos del mal.
Al salir de esta oscura galería, debemos pensar también en Shakespeare bajo cuarentena por la amenaza de una peste londinense dando forma a unas de sus tantas obras maestras: El rey Lear, Macbeth, Antonio y Cleopatra. Los temas en ellas abordados nos alertan de que no necesariamente la muerte que ronda nos obliga a provocar un arte decadente y desencantado. Podríamos ocupar nuestra pluma en asuntos que tarde o temprano serán nuestra agenda de señalamientos y reclamos a los corruptos y ambiciosos mandatarios del planeta.
A mi también atormentada cabeza de alguien que enfrenta una realidad que solo había visto a través de las ficciones del arte, que intenta evadir la pesadilla de aquellos médicos medievales cubiertos con máscaras de pájaros, con las cuales pretendían inútilmente evitar el contagio, llega salvadora y con más potencia la imagen de la joven y valiente Anna Frank escribiendo su diario como única, pero grandiosa posibilidad de experimentar la existencia, privada del mundo de afuera, obligada al encierro por culpa de otro tipo de peste, la del odio, esa que no debe emerger en medio de la que ya enfrentamos y a la cual debemos derrotar sin pasar jamás por encima de otros. Solo así valdrá la pena seguir viviendo.
MIGUEL MENDOZA LUNA
REVISTA DONJUAN
EDICIÓN 157 - MARZO 2020
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